Luis Miguel Bermúdez, docente del colegio Gerardo Paredes, en Bogotá, diseñó un currículo de educación sexual que logró reducir a cero el número de embarazos en la institución, donde 70 niñas solían dar a luz cada año.

Para el profesor Luis Miguel Bermúdez, sus estudiantes no eran unas berracas por tener muchachitos y seguir en la escuela. Eran niñas que llevaban a sus hijos dentro de un cochecito al colegio Gerardo Paredes, en Bogotá, y los dejaban en el patio para ir a recibir clases.

Esta es la historia de una de cada tres adolescentes en Colombia: ser madre antes de cumplir 19 años. Tal destino, en la mayoría de los casos, las obliga a desistir del colegio y las priva de oportunidades de por vida. El embarazo adolescente, según Unicef, “está asociado con la violencia de género en su sentido más amplio: violencia física, simbólica, psicológica y económica”.

Así que, para cumplir con el quinto objetivo de desarrollo sostenible (ODS), dar oportunidades a mujeres y hombres por igual, es necesario controlar el embarazo en menores de edad. Más en África Subsahariana y en Latinoamérica, consideradas las regiones donde se registra mayor número de casos.

Luis Miguel Bermúdez lo advirtió hace siete años, cuando empezó como docente de ciencias sociales en el Gerardo Paredes, un colegio del Distrito en Suba, en medio de una plaza de mercado. Un lugar con cara de cárcel en donde, por cada año, un promedio de 70 niñas daban a luz.

Hoy los embarazos adolescentes desaparecieron en la institución. ¿La razón? Un currículo de educación sexual diseñado por este profesor, con lecciones sobre la marcha. Que a una niña se le veían los cucos y se la gozaban, una lección de respeto. Que los métodos anticonceptivos no son para malos eventos, sino para potenciar el placer. Que a un niño lo acosaban, todos en la tarea de hacer visible la violencia.

Bermúdez fue premiado este año por la Fundación Compartir como Gran Maestro.

¿Cómo ideó este exitoso currículo?

Había leído muchísimo, pero me parecía que iba por el mismo camino que todos habían repetido. Por ese tiempo conocí a Fulanito, que estaba en quinto. Él jugaba cauchito en los descansos y los niños se concentraban a verlo. ¿Sabe lo que es cauchito? El juego donde dos niños sujetan un caucho de ropa por los extremos mientas otro hace piruetas en el medio.

Al año siguiente, Fulanito pasó a sexto y en su primer día de recreo se acercó a un grupo de niñas que jugaba cauchito. Él les pidió que lo dejaran saltar, pero ellas y los que estaban concentrados alrededor, soltaron la risa: “Ay, severa flor, no ve que esto es un juego de niñas, ¿usted es una niña? Cuidado se le ve la falda, qué gay”. Desde ese día lo llamaron el marica.

Ese tipo de acoso es una situación diaria en las escuelas, ¿qué fue lo determinante?

Al niño le pusieron esta etiqueta de gay y se pasó el resto de los años tratando de quitársela. Ahí descubrí que en el cambio de primaria a bachillerato ese miedo a que te señalen hace que los niños intenten librarse de la discriminación a través de dos cosas: con violencia y con sexo. En octavo Fulanito embarazó a una niña.

Allí empecé a sospechar que la violencia de género y hostigamiento por orientación sexual no sólo afectan a las mujeres y a la población LGBTI, sino que son dispositivos de control de la sociedad para mantener los sexos, esa fue mi epifanía y la hipótesis de la tesis de mi doctorado en educación.

¿Cómo probó su hipótesis?

Por ese entonces se había suicidado Sergio Urrego, así que analizamos con los estudiantes de décimo y once las noticias sobre su muerte y los comentarios de la gente. El 90 % de opiniones eran negativas. Del mismo modo revisamos las noticias del número de embarazos adolescentes en el Distrito y los comentarios también eran negativos.

Luego les pregunté si sus papás pensaban lo mismo, y todos lo negaron. Las niñas alegaban que sus mamás les decían que eran sus mejores amigas, que en ellas podían confiar, otros decían que les daba terror hablar con los padres. Así que les propuse que fueran responsables con su cuerpo para evitar los embarazos, es decir, no que dejaran de tener relaciones, sino que las tuvieran con un método. Les expliqué cómo hacer un diario de campo y les di la tarea de conseguir un método anticonceptivo durante dos semanas, registrándolo todo.

¿Qué arrojaron los resultados?

Que hay unos imaginarios culturales que impiden a los chicos hacerse responsables de sus cuerpos. Muchas no fueron capaces de decirles a los papás, otros ahorraron de las onces para comprar el anticonceptivo, niñas que les contaron la tarea a las madres terminaron regañadas, las abofetearon, les dijeron que eran unas calenturientas, unas prostitutas. El día que socializamos los resultados, que eran anónimos, las niñas empezaron a llorar en cadena.

Y hay más, no sólo fue en la casa. La señora de la droguería les echó un sermón, una pidió la cita en la EPS y le dijeron que no la atendían sin sus padres. Mientras que con los hombres encontramos que pasaba otra cosa: el machismo.

¿Cómo explicaría esa diferencia entre géneros?

En mi contexto encontramos que hay un miedo social a que la niña pierda su virginidad porque repite la historia de su madre y un miedo latente a que el niño no tenga relaciones rápido porque se vuelve homosexual. Allá, en Suba-Rincón, las familias les temen a esos dos escenarios, porque a las mujeres las juzgan con la única función que les dan en la vida: ser madre. El embarazo adolescente y la homosexualidad son las maneras públicas de decirle a la sociedad que fracasó.

¿Por qué se da el embarazo adolescente?

Hay una cuestión inconsciente de las niñas de quedar embarazadas y de aceptarlo de alguna manera, porque la cultura les dice que eso es una tragedia, pero a la misma vez les dice que es normal. A mis niñas sus mamás les decían que ellas querían que estudiaran, que fueran a la universidad, que no cometieran los mismos errores que ellas habían cometido.

Una vez les pregunté si las mandaban a hacer comida, si alguna vez se les había quemado el arroz. Ellas decían que sí y que las regañaban porque si seguían quemando el arroz no iba a conseguir marido. Y eso no es ningún chiste, ahí meto a Sigmund Freud, ese es el horizonte de lo que tu familia en realidad quiere de ti.

¿Qué es una mujer empoderada?

Cuando mis niñas empezaron a visibilizar las violencias de género se negaron a hacer el arroz, comenzaron los problemas en las casas, muchas cosas de sus padres les parecieron ofensivas. Supe que se habían empoderado cuando les empezaron a decir locas o hippies en las casas, que no iban a conseguir marido y que por culpa de las clases de sexualidad se iban a quedar solteronas.

Desde su experiencia, ¿cómo podría explicar el feminicidio?

Es la consecuencia de esa educación violenta que recibió el hombre, especialmente de las mujeres. La primera formación se da en la familia y después en la escuela, estos dos escenarios son dirigidos casi siempre por mujeres. Durante esa época el niño o niña aprende a ser violento.

Mi hipótesis sobre el feminicidio es que tú como hombre, o incluso como mujer, devuelves toda esa violencia al crecer.

Crédito: El Espectador

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